EJECUTEMOS JUSTICIA, NO PERSONAS
La semana pasada la encuesta “Pulso Ciudadano” reveló que el 69,9% de los chilenos restablecería la pena de muerte en el país. Este resultado nos confronta como sociedad e Iglesia, por lo que no debemos escapar de esta discusión. ¿Qué nos puede llevar a pensar en que matar a alguien es una solución para los problemas de nuestro sistema judicial? ¿Cuál es la postura que la Iglesia debiera tomar frente a esto? ¿Pueden los cristianos estar a favor de la pena de muerte?
La pena de muerte fue derogada en Chile recién en el año 2001. También es sabido que existen países que aún mantienen esta medida en sus sistemas judiciales. Otro dato interesante que mostró la encuesta es que el rango etario que más se mostró a favor de retomar la pena de muerte fluctúa entre los 41 y 50 años, representando el 81,1% de los encuestados.
Pero, ¿por qué hay personas que ven en la pena de muerte una solución? ¿Qué podemos observar en la historia de la Iglesia y en el Evangelio al respecto?
Frente a las motivaciones para estar a favor quisiera expresar dos ideas generales (sin duda hay más):
1. Un detalle no menor que señala la encuesta Pulso Ciudadano es que la consulta fue realizada durante la semana en que se conocían los detalles del asesinato de la joven Ámbar Cornejo. Menciono este hecho, pues creo firmemente que existe una gran decepción por parte de la población ante los niveles de injusticia que enfrentamos como país. Ser testigos de tanta impunidad por parte de los criminales ha generado un sentimiento que ha pasado del temor a la rabia frente a los crímenes. Esa ira es justamente, según observo, la que provoca en la población muchas veces el deseo de tomar la justicia por sus propias manos, haciendo pagar a los criminales con sus vidas, pues se anhela el máximo sufrimiento para ellos. El problema en este comportamiento es que más que querer hacer justicia, lo que la gente anhela es venganza, e indudablemente no es posible sostener un sistema judicial y la sociedad en general en base a la venganza.
2.
Le segunda motivación tiene que ver más con un peligroso sentimiento de
superioridad moral, denominada la ‘doble moral’, que consiste en tener un alto
estándar moral para juzgar a otros, pero no se juzga con la misma rigurosidad
cuando los condenados son seres queridos y/o cercanos. Este comportamiento es
propio de la cultura occidental, que se grafica, por ejemplo, en el cine hollywoodense,
donde típicamente nos presentan dos bandos claramente marcados. Naturalmente
todos sin excepción nos sentimos identificados con “los buenos”, anhelando el
momento en que “los malos” son destruidos, aniquilados y asesinados. Ese deseo
oculto por querer ver sufrir a los malvados es producto de la doble moral que
nos hace pensar, primero, que tenemos derecho a condenar a los demás y,
segundo, que jamás estaremos en esa situación. Pero dicta la sabiduría popular
que jamás debemos escupir al cielo.
Ahora
bien, si observamos la historia de la Iglesia cristiana, vemos cómo los
primeros cristianos fueron víctimas del asesinato sistematizado por parte del
Imperio. Por lo mismo, no es de extrañar que ya en los primeros siglos hubiera
posturas en contra de la pena de muerte. Uno de ellos fue el obispo Cipriano de
Cartago, que jugando con la ironía señalaba: «Al homicidio se lo considera un
crimen cuando se comete privadamente, más se lo llama virtud cuando se ejecuta
en nombre del Estado». También el apologista Lactancio fue otro pensador que se
refirió al tema, diciendo: “No hay diferencia entre matar a alguien con la
espada y matarlo con la palabra… no hay que hacer ninguna distinción: siempre
será crimen matar a un hombre.” Esta postura contraria a la pena de muerte
responde a la visión cristiano-antropológica, que considera el hombre como un
animal sacrosanctum (sagrado e inviolable), no por virtud propia, sino porque
en él reside la imagen de Dios.
Esta
es la clave y principal defensa bíblica y teológica contra la pena de muerte.
El ser humano es imagen de Dios, y debe ser tratado con la dignidad que esa
condición le otorga. Y así lo encarnó Jesús en su evangelio, poniendo en el
centro de su mensaje la dignificación del ser humano, ofreciendo vida abundante
a todos, principalmente a los comúnmente marginados (mujeres, niños, enfermos,
extranjeros, pobres, etc.). Con respecto a la doble moral, Jesús nos enseña a
no mirar la paja en el ojo ajeno (Lc 6.41-42), y profundiza al decir que
quienes estén libres de pecado apedreen a la mujer pecadora (Juan 8.7). Incluso
Jesús reprende a sus discípulos cuando éstos quisieron eliminar a un grupo por
haberlos maltratado (Lc 9.54-55). No nos debe extrañar la actitud de Jesús,
pues el corazón de su mensaje es ofrecer a toda persona una oportunidad de
redención, sin importar su raza, condición social, creencia o conducta (Ti
2.11).
¿Podemos,
entonces, decidir como jueces quiénes merecen vivir o morir, cual César, levantando
o bajando el pulgar para dictar sentencia? Me atrevo a responder rotundamente:
“No.” ¿Y si alguien asesina a otra persona de manera despiadada? ¿No sería lo
justo que pagara con su propia vida? Mateo 5 es claro al respecto: “Ustedes han
oído que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente.” Pero yo les digo: No
resistas al que te haga algún mal; al contrario, si alguien te pega en la
mejilla derecha, ofrécele también la otra…” Como discípulos de Cristo, por lo
tanto, somos llamados no a cobrar venganza, sino a amar al enemigo y orar por
ellos como nuestro Maestro hizo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que
hacen”.
Por
supuesto que aquellos que actúan mal contra otros deben pagar las
consecuencias, pero con justicia, jamás con venganza ni menos infringiendo el
derecho a la vida. Pues como cristianos creemos firmemente que hasta el más
cruel de los pecadores tiene la oportunidad de recibir la redención que sólo
Cristo puede dar (1 Ti 1.15). ¿Quiénes somos nosotros para impedir ese
encuentro tomando la justicia y/o venganza en nuestras manos? Indudablemente
son necesarias mejoras profundas en nuestro sistema penal, no sólo haciendo
pagar al culpable, sino también ofreciéndole verdadera rehabilitación. Y por
supuesto que los evangélicos somos voz autorizada en este tema, pues es sabido
cómo los presos que forman parte de los grupos evangélicos dentro de las
cárceles, experimentan cambios positivos que deben ser profundizados institucionalmente.
Es ahí donde como Iglesia debemos apuntar. No en promover más muerte, sino en
apoyar la redención que todos hemos experimentado de parte de nuestro Señor
inmerecidamente (Ef 2.8). Aboguemos por ejecutar justicia, no personas.
El
ladrón viene solamente para robar, matar y destruir; pero yo he venido para que
tengan vida, y para que la tengan en abundancia. Juan 10.10
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